miércoles, 28 de septiembre de 2011

De inmediato y a manos llenas.
Siempre pensé que yo tenía buen corazón, que mis padres me habían inculcado la caridad, la compasión y la comprensión hacia el prójimo, sobre todo cuando éste se encuentra en completa desgracia. No sé si como consecuencia de la crisis económica por la que atraviesa el país, o por la desidia de las autoridades en lo que respecta al buen ejercicio de las Instituciones para la beneficencia pública, pero lo cierto es que los pordioseros y personas enfermas de sus facultades mentales, han empezado a proliferar notoriamente por las calles de nuestra ciudad.
 Afuera de los supermercados, de los templos, tiendas de autoservicio, en las plazas;  en la puerta de la casa o del automóvil, ahí donde menos lo esperas te encuentras con alguien que te pide dinero, dice incoherencias, improperios o  te mira amenazador. Ayer tarde a la entrada del templo me topé con más de tres pedigüeños y si he de ser sincera su presencia me  fastidió, quizás, porque durante el día había lidiado con otro tanto de ellos. Ya adentro abrí mi bolso, separé las monedas para la limosna y con desgano las que entregaría a los que esperaban en el exterior. Algo extraño me pasaba, nunca antes dar me había molestado tanto. Sentado dos bancas adelante estaba el muchacho con capacidad diferente que diario acude a San Juan; su extrema pobreza se refleja en su vestir, mas  el trata de agradar saludando sonriente a todos, desde lejos.
Esa tarde me sentía inquieta, a disgusto, razón por la que esquivé la mirada de ese jóven, no  tenía ganas de contestar su saludo, aunque de antemano sabia que al momento de darnos la paz, el se acercaría, porque acostumbra compartirla con la mayoría de los feligreses. Durante la misa medité mucho sobre la forma en que me estaba comportando, esa no era una conducta cristiana. Me arrepentí y pedí a Dios con todas mis fuerzas que colmara mi corazón de caridad, que no permitiera que la indiferencia lo endureciera. No era posible que habiendo recibido tantas bendiciones de Él, ahora yo no tuviera compasión por los que me rodeaban.
Con el dinero en la mano esperé al encargado de la colecta, grande fue mi sorpresa al ver que el muchacho sacaba de su raido bolsillo varias moneditas, elegía unas con sumo cuidado y las depositaba con gran alegría dentro de la canastilla. Me sentí mal, muy mal, él que tenía tan poco no escatimaba en dar, mientras yo me daba el lujo de dudar.
 Ya no pedí, imploré a Dios que impregnara mi espíritu de generosidad. ¿Qué sucedió? De manera inconsciente me vi doblando un billete que al momento de darnos la paz entregué a este joven sonriente, al que no solo saludé, sino estreché reciamente su mano rugosa entre las mías como muestra de cariño, el mensaje llegó porque su mirada se abrillantó y mis ojos se humedecieron. Dios me dio de inmediato  y a manos llenas lo que le pedí, Él sabía el dolor que me producía la impotencia ante lo irremediable. Ahora no salgo a la calle sin unas monedas para dar al que las necesita, pero mucho antes de que las solicite.                 
 Antonieta B. de De Hoyos     octubre 21 2008.

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