Tiempo de hablar con Dios.
Creo que todos en algún
momento de nuestra vida, así llevemos una existencia tranquila y estemos convencidos de nuestra fe, de
manera inesperada, en un instante preciso se nos presenta esa duda inquietante,
que nos saca de la zona de confort que disfrutamos. De repente deseamos con
urgencia un encuentro con el Dios verdadero, porque nuestra mente se llena de
recuerdos desagradables, esos que impiden al corazón acompasarse. El problema
está en que no sabemos cómo iniciar la relación de fe con Él, incertidumbre que
nos conduce a dejar pasar el mejor tiempo para lograrlo: la cuaresma. Cuarenta
días con sus noches que nos invitan a reflexionar sin prisa, no sobre lo que ya
pasó sino sobre lo que estamos viviendo.
Es obvio que a través de los
años aprendemos a evitar el mal y a
compartir el bien, lo que no impide que en nuestro interior sigamos sintiendo
de vez en cuando, un pequeño vacío que debemos subsanar y que mejor manera, que
con el rezo y la meditación del viacrucis. Minutos de serenidad en los que un
corazón arrepentido, acepta en silencio los equívocos y pide con humildad la iluminación
para no volver a caer en ellos.
Anoche antes de dormir,
cuando el sentimiento de piedad me invadía de manera inusual, quizás por estar
a punto de dar inicio la Semana mayor, imaginé que en la intimidad de mi
recámara conversaba con Dios y le decía:
“Señor,
hoy quiero hablarte y quiero que me escuches.
Sé que
debí hacerlo desde hace mucho tiempo, pero tú que conoces todas las cosas, sabes
lo que he tenido que pasar para que hoy, de rodillas, reconozca la enorme
necesidad que tengo ti. Francamente no sé cómo he podido sobrevivir sin tomar
en serio tus designios, de lo único que estoy segura es que ahora necesito tu
perdón. Ten misericordia de mis pecados, de mi rebeldía, de mi indiferencia, de
mi soberbia.
Ruego,
porque me des un corazón nuevo y un ánimo fortalecido para no desistir en mi
lucha contra la maldad, porque a veces la tentación me aparta del buen camino.
Por eso te suplico, ¡enséñame a crecer en tu verdad! Ofrezco por convicción mi
vida a ti, a Jesucristo tu hijo y a la obra de tu Santo Espíritu, sé que no
será fácil porque para merecer tal privilegio, debo modificar primero mi forma de vivir.
¡Ayúdame
por favor! En este instante ya no dudo de que sin ti nada soy. Restáurame
Señor, acércame a tu Espíritu Santo y derrama tu poder nuevamente sobre mí,
dame la sabiduría de tu Palabra y guíame”
Amén.
En la sencillez de esta
oración se percibe un auténtico arrepentimiento, lo que garantiza que será
escuchada y que muy pronto recibiremos esa paz interior indispensable para
seguir adelante. Si aun estamos aquí, es para que este bendecido día de la
Resurrección de Jesucristo, dejemos atrás todos los temores, confiemos
firmemente en Él, tomemos su mano y juntos caminemos hacia la eternidad.
Por Antonieta B. de De
Hoyos
abril 4/15.