Aquel que sonríe, no
envejece.
Por Antonieta B. de De
Hoyos
octubre 29/16
He llegado a la etapa
de mi vida en la que me extasío viendo fotografías de tiempos pasados. Desde el
nacimiento de mis hijos, hasta ya entrada su juventud; tuve la costumbre de
tomarles fotos bajo cualquier pretexto, por esa razón siempre traía en mi
bolsa, una camarita con dos rollos disponibles por si los necesitaba; eso fue
lo que me permitió organizar más de cincuenta álbumes de todos tamaños, en los
que incluí algunas fotos de mi niñez y juventud.
Por supuesto que a los
dieciocho cualquier mujer es bella, en la madurez ni se diga, el problema se
presenta cuando pasada la sexta década, nuestra cara y cuerpo empiezan a sufrir
cambios esperados, pero no deseados.
Hoy me miro en el
espejo y debo reconocer que ya no soy la misma, el pelo encanece y se arrala, las líneas de expresión empiezan a
notarse alrededor de los ojos, en la frente,
las mejillas, por encima del
labio superior; para colmo aparece la clásica papada.
Pero hay algo que he
observado, y es que los enamorados de Dios nunca están tristes, casi no lloran, no se deprimen, nunca pierden la esperanza y siempre están dispuestos a servir
al prójimo.
Esa cristiana actitud les permite irradiar una luz diferente al
resto de la gente; siempre están alegres, nada los confunde, saben hacia donde van,
y lo que esperan de la vida, gozan el aquí y el ahora, se complacen en el
presente y lo comparten.
Admiro a las personas
que se tiñen su pelo, porque en realidad si mejoran su aspecto, aunque de nada sirve
si su actitud es pesarosa. Conozco muchachas que pasan de los ochenta y lucen
espectaculares, su ánimo no desfallece, agradecen a Dios el día.
Hoy tengo frente a mi
varias fotografías de mis mejores años - en lo que se refiere al físico- y me halaga lo formal de mi apariencia,
pero lo que de verdad me importa no es como me vi, sino como me veo ahora.
Fui al espejo y me miré
fijamente, hice varias caras, una con gesto de tristeza y no me gustó, otra de
enojo y estuvo peor, la más terrible fue
cuando simulé llorar, pero la que acabó con el cuadro de horror fue en la que
mostré ira, rabia, enojo.
Me pareció tan divertido este experimento que solté
una sonora carcajada, en ese instante mi imagen cambió por completo, me miré guapa
como antaño, aunque con esas finas arruguitas que al mismo tiempo que denotan
mi edad, enmarcan mi felicidad.
¡Ahí está la clave!,
ese es el por qué mi abuela, mi madre y mi nana, lucían hermosas a sus 96, 84 y
90 años de edad. Habían encontrado la felicidad en el servir y aprovechado la
oportunidad, de ser mejores en las contrariedades.
No dejemos de sonreír nunca a
pesar de los pesares,