Si las lágrimas…,
Por
Antonieta B. de De Hoyos
abril / 20/18.
No sé cuántas personas
acudieron a la Funeraria a darnos el pésame por el fallecimiento de mi querido
hermano Eduardo Luis, no sé cuántas asistieron a las doce del mediodía a la
misa de cuerpo presente en la parroquia de San Juan, no sé cuántas personas
estuvieron en su homenaje en el Instituto Tecnológico, ni cuantas nos
acompañaron hasta el cementerio.
Lo que si percibí a
través de mis ojos anegados en llanto, fueron las lágrimas sinceras que nadie
pudo contener al acercarse a darme un fuerte abrazo, al tomar mis manos entre
las suyas, al decirme una y otra vez lo
mucho que lo querían, respetaban, admiraban y hasta agradecían.
Todo el día estuve en
primera fila muy cerca de él, intentando controlar mis emociones, algo que logré
muy de vez en cuando. Durante las horas que duró el sepelio, mi admiración
hacia mi hermano fue en aumento, eran múltiples los testimonios que sus parientes
y amistades le prodigaban. Mientras miraba su féretro llegué incluso a
imaginarlo como el buen sembrador, que en su arduo caminar por este mundo había
ido esparciendo miles de semillas que dieron buenos frutos.
La noticia me impactó, confiaba
en que aun tendríamos cuando menos una década para convivir, planear, escribir
y gozar de sus poemas. Jamás imaginé que su deceso provocara tanta tristeza en el corazón de quienes le
conocieron. Han pasado varios días y continuó recibiendo muestras de ese gran
afecto. La verdad es que yo no sé cuándo
dejaré de llorar su ausencia, acepto con humildad la voluntad de Dios y reconozco
que Él tiene sus benditos tiempos para cada uno de nosotros.
Fueron tantas las
lágrimas derramadas y tantas las que seguimos derramando a causa de su fallecimiento,
que pensé: ¨Si cada lágrima derramada fuera un escalón al cielo, mi hermano ya
habría subido varias veces.
Entre
todos los consuelos recibidos, una amiga muy querida por mí me dijo con voz suave lo siguiente: “Toñieta,
recuerda la oración de Jesús en el Huerto de los Olivos, «Padre, si quieres, no
me hagas beber este trago amargo; pero no se cumpla mi voluntad, sino la tuya».
Entonces se le apareció un ángel del cielo para fortalecerlo. Pero, como estaba
angustiado, se puso a orar con más fervor, y su sudor era como gotas de sangre
que caían a tierra.
Sin
lugar a dudas esta reflexión tocó mi corazón porque a pesar de que mis ojos no
dejaban de llorar, sentí una fuerza espiritual que lentamente recuperaba mi
organismo.
Lo
amé intensamente, lo respeté, admiré su
forma de tratar a la gente, gracias a él
me hice mejor persona, ahora solo le pido, le ruego, que desde donde se
encuentre me ayude a restaurar mi
corazón destrozado y de paso me devuelva mi alma.
Eduardo,
sé que descansas en paz y que ahora estás con los seres que más amamos, ¡Por eso no te digo adiós, sino hasta pronto!