La
monjita y su perrito… ¿adentro del templo?
Los
domingos acostumbro ir a la primera misa de la mañana en la Parroquia de San
Juan, antes que cualquier otra cosa me gusta escuchar el Evangelio y el sermón
del sacerdote, es algo que me da paz
interior y me permite continuar con gozo
mis tareas hogareñas. Pero también voy los lunes a la de nueve, éste es un
hábito que me formé por propia convicción, ya que además tengo la oportunidad
de hablar con Dios, de decirle lo que pienso, lo que voy a hacer y de pedir su iluminación para no equivocarme en
mi labor.
Es
un verdadero tesoro el tener la oportunidad, de acudir a ceremonias religiosas
cuando hay pocos asistentes, la iglesia permanece en silencio, las oraciones y
los cantos son un susurro melódico que eleva el espíritu. Como siempre, elijo
la cuarta fila del centro al lado del pasillo lateral izquierdo, quiero estar
atenta, no deseo distraerme por ningún motivo.
Hoy
la ceremonia transcurre sin ningún tropiezo, después de tomar la Hostia me
encamino hacia le entrada del templo, por lo regular ahí de pie, hago mi
meditación y espero a que el sacerdote de su bendición. Casi para llegar vi que
en la última banca, se encontraba un humilde niño de aproximadamente diez años,
sosteniendo entre sus brazos a un hermoso cachorrito. Cuando nuestras miradas
se cruzaron, pude leer en sus ojos la angustia que sentía por encontrarse en
tan incómoda situación y creo que el
miró en los míos un signo de interrogación. ¿Qué?
Estábamos
dentro de la parroquia, un lugar de oración que debe ser sagrado para los
cristianos católicos; estuve a punto de decirle que sacara a su animalito, pero
su nerviosismo me contuvo. En ese
momento la fila de comulgantes estaba por terminarse, divisé entre ellos a una
monjita y pensé, lo va a regañar pero con
la bondad que las caracteriza.
Me
sorprendí cuando se adentró en la banca donde estaba el niño y le pidió el
cachorro, al que acunó entre sus brazos mientras se hincaba a rezar sus
oraciones. Mientras la miraba, recordé las muchas veces que mis hijos lloraron
por no permitirles entrar a la iglesia con su juguete preferido, o cuando los
obligué a dejar para después de misa la
compra de un dulce o un helado. También me acordé cuando llevé conmigo a la
“Mini”, una diminuta perrita que debió permanecer dormidita en el asiento del
auto, hasta mi regreso.
Lo
que más llamo mi atención fue su serenidad, ninguna expresión de preocupación
por su extraña conducta. El sacerdote dio la bendición y los fieles salieron,
no sin dejar de mirar azorados la escena. A la salida ella mostraba orgullosa
su perrito, lo que aproveché para acercarme y preguntarle, ¿Madre, desde cuando
permiten entrar con animalitos al templo?
A lo que ella me contestó con dulzura, ¡aaay, es que es una criaturita!
qué bueno que me lo dice le contesté, porque en casa yo también tengo dos
criaturitas. Narro lo anterior porque no me parece justo que quienes están al
servicio de Dios y conocen mejor las reglas, las infrinjan y con ello se
conviertan en motivo de escándalo.
Antonieta
B. de De Hoyos Octubre
24/12