domingo, 11 de noviembre de 2012


Homenaje a una ama de casa ejemplar.

Carolina Minerva Castillo Mireles, nació en Saltillo Coahuila  el 18 de agosto de 1918, en el seno de una familia de la clase media, hija menor del matrimonio formado por Doña Agripina Mireles Treviño y Don Ramón Castillo. Huérfana de padre a muy temprana edad, admiró el esfuerzo con que su madre convirtió a sus tres hijos en profesionistas al inscribirlos en la Benemérita  Escuela Normal del  Estado.

Ahí conoció a Eduardo Luis Barrientos Lucio, se relacionaron,  se enamoraron y se casaron. Pronto cambiaron su residencia a la ciudad de Piedras Negras, lugar donde su esposo adquirió una Patente de Agente Aduanal. Procrearon cuatro hijos, Teodoro Ariel, Eduardo Luis, María Antonieta y María Carolina, completaba la felicidad de la familia la “Nany”,  mujer hacendosa que hasta el final de sus días fue el brazo derecho de mamá.

En el hogar se multiplicaba, pintaba paredes, resanaba muebles, reparaba todo, su ánimo jamás decayó. Renuncia a la docencia para ocuparse de la casa y reanuda su labor magisterial cuando los hijos salen de la ciudad a continuar sus estudios.

Además de los quehaceres hogareños, hacía hermosas manualidades, cocinaba exquisito y era una excelente repostera, de carácter muy alegre, cantaba, bailaba, escribía  versos y  recitaba  los que recordaba.

Aunque no asistía con frecuencia a misa tenía su santo de devoción, San Juditas Tadeo, al que le encendía una veladora en los momentos difíciles. Pocas veces la vimos triste, quizás porque no quería mortificarnos. Como administradora era muy buena, el dinero siempre le alcanzaba y hasta se daba el lujo de ahorrar. Tuvo pocas pero muy queridas amistades.

Los años la embellecieron, su mirada limpia, sus manos cálidas, sus palabras dulces y sus sabios consejos, lograron que nosotros saliéramos adelante. Amó intensamente a su familia y lo demostró con hechos, pues por encima de las calamidades permanecía erguida. Vivió las altas y bajas de la economía con una fe y una esperanza ilimitada en la voluntad de Dios. Remendó ropa y remendó corazones de adolescentes y jóvenes, fue el indispensable paño de lágrimas de sus hijos.

Maestra por convicción, su inmenso deseo de servir emergía de su  corazón. Para ella el orden, la disciplina, la responsabilidad, la puntualidad, el respeto, la honradez, eran virtudes que no podían faltar ni en el aula ni en la casa. Siempre repetía que nada es para siempre, que lo bueno y lo malo pasa, que debíamos aprender a disfrutarlos y afrontarlos.

Estuvo con nosotros en todo momento, hasta en su vejez, pues aun y cuando en los últimos años tuvo problemas con su memoria, ella seguía diciéndonos que nos amaba con su mirada, su sonrisa y sus caricias. Nos enseñó a vencer obstáculos y a levantarnos de las caídas, a perdonar, a no odiar, pero sobre todo a servir a los demás.

Falleció en Saltillo el 22 de junio de 2002, rodeada de sus hijos y nietos que viven allá, había cumplido 84 años, mismos que vivió con dignidad y sobriedad.

Mamá fue un ama de casa  en toda la  extensión de la palabra, siempre estuvo presente y se esmeró porque todo en su hogar marchara como Dios manda. Su ejemplo ha sido y es, la luz que nos guía.

Antonieta B. de De Hoyos                                     Nov. 7/ 2012

viernes, 2 de noviembre de 2012


El enorme poder de la naturaleza.

Cuando los noticieros locales e internacionales anunciaron la llegada  del Huracán “Sandy” a las costas del noreste de Estados Unidos, se avisó a la ciudadanía sobre la manera de contrarrestarla, pero el pánico cundió cuando se le declaró mundialmente la “Tormenta perfecta” que provocaría la mayor destrucción terrestre en los últimos cien años.

Un aproximado de ochenta millones de personas de diferentes condados y estados circunvecinos, debieron movilizarse ante la advertencia; aunque de acuerdo a lo notificado, más de la mitad hicieron caso omiso y se quedaron en casa o departamento. 

Viendo a través de la televisión las imágenes del radar, pude constatar lo impresionante de su tamaño, las nubes cargadas de lluvia, los vientos que le acompañaban, las marejadas que se levantaron; de inmediato me puse a rezar por ellos y por nosotros, para que nunca nos viéramos en una situación igual.

Estuve al pendiente, no por morbosa curiosidad, sino por empatía, realmente me sentía identificada con ellos. Al día siguiente cuando comenzó el recuento de los daños, cuando se mostraron las calles inundadas, los ríos desbordados, los miles de árboles arrancados de cuajo, las innumerables casas incendiadas o demolidas, la carencia de electricidad y agua potable. Cuando se presentó la problemática de los médicos en los hospitales, con sus enfermos: adultos, ancianos, niños y bebés recién nacidos, cuando la policía y los bomberos se esforzaban por controlar las crisis nerviosas de las personas varadas dentro de sus departamentos; podía percibirse el instinto de conservación en grado superlativo y el miedo paralizante dentro de cada  corazón.

Estoy segura de que en esos instantes millones de plegarias se elevaron al cielo, y que Dios en su infinita misericordia les envió la calma y la iluminación necesaria, para que hicieran lo pertinente. Esta vez la naturaleza mostró su fuerza, respondió con todo rigor a las agresiones que desde hace más de cinco décadas, el hombre le ha venido propinado. El cambio climático lo provocamos todos y  ésta,  es una de sus múltiples manifestaciones.

Mientras miraba los noticieros, recordé una película que vi en mi adolescencia y que por su dramatismo, jamás he podido olvidar. Se filmó en 1959, probablemente yo la vi tres o cuatro años después. Se hizo en Nueva York, con su estatua de la Libertad, y su preciosa isla de Manhattan; tres personas dos hombres y una mujer la protagonizaron, llegaron en un yate a sus costas y se encontraron con una ciudad vacía, los habitantes habían huido por la contaminación nuclear. Me impactó ver los majestuosos rascacielos y las enormes avenidas completamente desiertas, el ambiente era grisáceo con olor a muerte. 

Con gran dolor tuve que reconocer, que por más poderosa que se considere una persona, una ciudad, un país, ¡el mundo entero!, siempre sucumbiremos ante los embates de la naturaleza. Lo que podemos hacer es luchar por recuperarla y evitar hasta lo imposible, el seguir dañándola.

Antonieta B. de De Hoyos                           Octubre 31/13