jueves, 27 de octubre de 2016

Aquel que sonríe, no envejece.
Por Antonieta B. de De Hoyos                                     octubre 29/16
He llegado a la etapa de mi vida en la que me extasío viendo fotografías de tiempos pasados. Desde el nacimiento de mis hijos, hasta ya entrada su juventud; tuve la costumbre de tomarles fotos bajo cualquier pretexto, por esa razón siempre traía en mi bolsa, una camarita con dos rollos disponibles por si los necesitaba; eso fue lo que me permitió organizar más de cincuenta álbumes de todos tamaños, en los que incluí algunas fotos de mi niñez y juventud.
Por supuesto que a los dieciocho cualquier mujer es bella, en la madurez ni se diga, el problema se presenta cuando pasada la sexta década, nuestra cara y cuerpo empiezan a sufrir cambios esperados, pero no deseados.
Hoy me miro en el espejo y debo reconocer que ya no soy la misma, el pelo encanece y  se arrala, las líneas de expresión empiezan a notarse alrededor de los ojos, en la frente,   las mejillas, por encima del labio superior; para colmo aparece la clásica papada.
Pero hay algo que he observado, y es que los enamorados de Dios nunca están  tristes, casi no lloran, no se  deprimen, nunca pierden la  esperanza y siempre están dispuestos a servir al prójimo. 
Esa cristiana actitud les permite irradiar una luz diferente al resto de la gente; siempre están alegres, nada los confunde, saben hacia donde van, y lo que esperan de la vida, gozan el aquí y el ahora, se complacen en el presente y lo comparten.
Admiro a las personas que se tiñen su pelo, porque en realidad si mejoran su aspecto, aunque de nada sirve si su actitud es pesarosa. Conozco muchachas que pasan de los ochenta y lucen espectaculares, su ánimo no desfallece, agradecen a Dios el día.
Hoy tengo frente a mi varias fotografías de mis mejores años - en lo que se refiere al  físico- y me halaga lo formal de mi apariencia, pero lo que de verdad me importa no es como me vi, sino como me veo ahora.
Fui al espejo y me miré fijamente, hice varias caras, una con gesto de tristeza y no me gustó, otra de enojo y estuvo peor,  la más terrible fue cuando simulé llorar, pero la que acabó con el cuadro de horror fue en la que mostré ira, rabia, enojo. 
Me pareció tan divertido este experimento que solté una sonora carcajada, en ese instante mi imagen cambió por completo, me miré guapa como antaño, aunque con esas finas arruguitas que al mismo tiempo que denotan mi edad, enmarcan mi felicidad.

¡Ahí está la clave!, ese es el por qué mi abuela, mi madre y mi nana, lucían hermosas a sus 96, 84 y 90 años de edad. Habían encontrado la felicidad en el servir y aprovechado la oportunidad, de ser mejores en las contrariedades. 
No dejemos de sonreír nunca a pesar de los pesares, 
porque Dios es alegría y donde Él está todo es belleza

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