viernes, 15 de agosto de 2014


Cuando yo muera…

Por los cambios que he venido experimentando, no  cabe duda que me encuentro en la preparación de la recta final. Estoy en ese tiempo en el que los recuerdos vienen constantemente a la memoria y traen como en una película los pasajes más impactantes de mi vida. Y aunque no lo deseo, voy haciendo pequeños recuentos de las acciones realizadas y de las que pensé hacer, pero nunca hice.

Es una especie de jerarquización interna de valores; busco las muy buenas primero, las que me dejaron grandes satisfacciones, esas de las que me siento muy orgullosa  y que cada vez que puedo proclamo. Después vienen las menos malas, y por último, las que nunca imaginé hacer pero que por azares del destino me vi involucrada en ellas.

El tener tiempo para todo y a la vez para nada importante, me permite descansar en mi sillón favorito, donde el silencio y la soledad me cobijan. Ahí sin prisa alguna envío  suspiros al aire, como aquellas burbujitas de jabón con las que jugué de niña.  

No estoy triste, ni deprimida, soy feliz porque Dios me ha dado la oportunidad de disfrutar muchas cosas, entre ellas: el tiempo suficiente para aprender de los errores y reparar faltas. Pero lo que de verdad me entristece, es el tener que superar la separación de seres queridos y amigos entrañables, que por voluntad divina se inician en la senda que los conduce a la gloria eterna.    

Seres excepcionales que amé y acepté exactamente como eran. Todos ellos diferentes en carácter, profesión, creencias, sueños, estilo de vida; esas diferencias que les permitieron  amar y vivir con intensidad y a su manera.

Durante una plática en familia, entre broma y broma, di a conocer el modo como quería que se me diera el ultimo adiós. En primer lugar les dije: “Los panteones me infunden respeto, he ido cuando se  requiere mi presencia pero no regreso, porque mi fe me indica que los cuerpos se convierten  en polvo y que solo las almas se elevan al cielo”. Y es, a ese espíritu que amé, al que encomiendo a Dios en mis oraciones cada anochecer.

Pero en lo que más insistí, fue en ese momento en el que los deudos consternados por el dolor, exageran las virtudes del fallecido. Con toda seriedad solicité discreción y evitar mencionar pasajes de mi trayectoria, porque sé que juzgar es derecho divino. Quizás si así lo desean, expresar lo que me quisieron y lo que me van a  extrañar, pero nada más.

Vivir es una aventura que con sus riesgos define personalidades, nadie es igual a nadie. Y es en ese ir y venir, caer y levantarse, cuando Dios se hace presente.

Una persona de bien, debe vencer muchas tentaciones, dejar caprichos sin cumplir, aprender a servir al prójimo y a ser feliz al compartir con el necesitado. Bondades cristianas que se cumplen solo cuando la fe es firme y la oración constante. 

Cuando yo muera, quiero que no se entorpezca mi partida con elogios obligados e inmerecidos, simplemente oren por mi y permítanme gozar desde ya, de la paz de Dios. 

Antonieta B. de De Hoyos                                   agosto 16/14.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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