miércoles, 25 de septiembre de 2019


Excelente hijo.., ¡El tuyo!
Desde hace muchos años, acudo cada domingo a la primera misa de la mañana en la Parroquia de San Juan, ubicada en mi colonia Roma.
Esta vez llamó mi atención el qué, desde hacía varias semanas el sacerdote mencionara en la lista para pedir por la salud de los enfermos, el nombre de un joven muy apreciado por la familia, especialmente por mi hijo mayor. Ellos habían forjado una gran amistad desde su adolescencia, ahora ya pisando la década de los cuarenta seguían frecuentándose cada vez que les era posible.   
Aunque son pocas las veces que salgo de viaje, en esta ocasión  decidí ir por una semana a  visitar a mi hija, desafortunadamente fue ese martes cuando recibí la triste noticia de su fallecimiento, imposible regresar, sentí en carne propia el dolor intenso de sus padres.   
Mi hijo a pesar de la distancia a donde le han llevado sus compromisos laborales, en cuanto se enteró de su enfermedad hizo espacio en sus ocupaciones para viajar a los diferentes lugares donde fue hospitalizado.
Durante varias semanas en cada conversación que teníamos narraba anécdotas chuscas y describía lugares a donde habían ido juntos. El destino les marco  rumbos diferentes pero eso no menguó el afecto que se tenían. Como todo amigo fiel  asistió a su funeral.  
Este domingo, mi amiga y su esposo llegaron también a misa y ocuparon una banca al lado del pasillo donde yo me encontraba. Esperaría el término de la ceremonia para ofrecerle mis condolencias, tenía que hacerlo a pesar de que lo menos que deseaba era reavivar el dolor en su corazón.  
Fue entonces cuando pensé que lo mejor sería acercarme al momento de compartir la paz de Dios, tomar su mano entre las mías y decirle muy bajito que estaba con ella. Así lo hice.
Grande fue mi sorpresa cuando me dijo al oído “excelente hijo.., el tuyo”. De momento me descontrolé, creí  que se refería a su hijo y no al mío.  
Regresé a mi banca y me preparé para la comunión, seguía escuchando sus amorosas palabras, los ojos se me anegaron con unas lágrimas furtivas que traté de disimular.
Hablé con Dios y le di las gracias por el testimonio de mi amiga; las madres siempre estamos con la duda de no haber educado correctamente a los hijos, pero después de esta experiencia me reconforté, pareciera que mi labor de tantos años no había sido en vano.
La mayoría de las madres jamás tenemos como meta la riqueza, ni el poder, ni la presunción; lo que más deseamos es grabar en el corazón de los hijos el amor y el  servicio  al prójimo, el respeto a las leyes divinas, así como  agradecer y compartir lo que logren.  
Estoy en la  recta final, ya nada se puede modificar solo me queda cosechar lo que para bien o para mal haya sembrado, por eso para mí  son extremadamente invaluables estas muestras de cariño.   
Antonieta B. de De Hoyos.                      9/25/19

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