miércoles, 24 de agosto de 2016

Un invaluable testimonio.
Por Antonieta B. de De Hoyos                       agosto 27/16
Ya de regreso del cementerio. Los restos humanos de mí cuñada Martha Aguilar de Barrientos, han sido depositados en la fosa familiar, de ahora en adelante ella dormirá el sueño eterno al lado de mi abuela Agripina, mi nana Elena, mi padre Don Eduardo y mi madre Doña Carolina.
Nadie imaginó que al iniciar este año su salud fuera a quebrantarse, ni siquiera pensamos que estas incipientes molestias pudieran llevar a un fatal desenlace. 
Pasaron los días y los síntomas se agudizaron, hubo días llenos de luz que avivaron nuestra esperanza, pero otros en los que solo la fe nos sostenía. Por indicaciones médicas debimos ir aceptando con inmenso dolor, la incompetencia de la ciencia en su sanación.
Fueron semanas de ir y venir, unos días en casa y otros en el hospital, medicamentos,  tratamientos, recomendaciones, dieta específica y más. Yo observaba a Eduardo, había adelgazado mucho; las preocupaciones, los desvelos y el mal dormir sobre una colchoneta a los pies de la cama, le iban desmejorando. 
Pero había algo en él muy especial: una extraordinaria paz interior que se reflejaba en su semblante, peculiaridad que me llevó a recordar un relato cristiano que había leído años atrás, “El olor a Cristo”, este es un aroma que solo posee, aquél que se entrega en su totalidad a Él.
Pulcro, sonriente, amoroso con su esposa y respetuoso con quienes se relacionaba: enfermeras(os), doctoras(es), camilleros, visitas. Todo el que penetraba en esa habitación salía reconfortado, porque desde el amanecer hasta que anochecía, mi hermano agradecía las atenciones recibidas e impartía sus bendiciones.
Cuando llegaba el momento de dar a su esposa medicinas o alimentos, se notaba en su mirada su inmenso amor, su voz grave se tornaba suave y compasiva, su modo de tocarla y de acariciar su rostro iluminaba la habitación que se encontraba en penumbras. 
Mientras, yo a la distancia veía como inclinaba su cabeza, cerraba los ojos y oraba en silencio frente a ella, otras veces con sus dedos hacía en su frente la señal de la cruz; pero siempre fuerte, erguido, dispuesto a acatar la voluntad de Dios.  
Pocos meses después, la salud de Martha se deterioró por completo, los médicos desalentados esperaban un milagro.
El viernes por la noche en la soledad de mi recámara lloré y supliqué a Dios su misericordia… en esos mismos instantes de oración mi cuñada expiró en el hospital, su tiempo de purificación había terminado, volvió a ser feliz, ya se encontraba al lado del Señor, gozando la eternidad.

Vivir esta dolorosa experiencia, ha sido invaluable para mí, porque las lágrimas derramadas limpiaron mi alma y fortalecieron mi espíritu, pero además fui testigo de la firmeza del amor entre un hombre y una mujer, cuando Dios permanece en ellos. 

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