Un invaluable testimonio.
Por Antonieta B. de De Hoyos agosto 27/16
Ya de regreso del cementerio. Los restos humanos de mí cuñada Martha
Aguilar de Barrientos, han sido depositados en la fosa familiar, de ahora en
adelante ella dormirá el sueño eterno al lado de mi abuela Agripina, mi nana
Elena, mi padre Don Eduardo y mi madre Doña Carolina.
Nadie imaginó que al iniciar este año su salud fuera a quebrantarse,
ni siquiera pensamos que estas incipientes molestias pudieran llevar a un fatal
desenlace.
Pasaron los días y los síntomas se agudizaron, hubo días llenos de
luz que avivaron nuestra esperanza, pero otros en los que solo la fe nos
sostenía. Por indicaciones médicas debimos ir aceptando con inmenso dolor, la
incompetencia de la ciencia en su sanación.
Fueron semanas de ir y venir, unos días en casa y otros en el
hospital, medicamentos, tratamientos,
recomendaciones, dieta específica y más. Yo observaba a Eduardo, había
adelgazado mucho; las preocupaciones, los desvelos y el mal dormir sobre una
colchoneta a los pies de la cama, le iban desmejorando.
Pero había algo en él
muy especial: una extraordinaria paz interior que se reflejaba en su semblante,
peculiaridad que me llevó a recordar un relato cristiano que había leído años
atrás, “El olor a Cristo”, este es un aroma que solo posee, aquél que se
entrega en su totalidad a Él.
Pulcro, sonriente, amoroso con su esposa y respetuoso con quienes se
relacionaba: enfermeras(os), doctoras(es), camilleros, visitas. Todo el que
penetraba en esa habitación salía reconfortado, porque desde el amanecer hasta
que anochecía, mi hermano agradecía las atenciones recibidas e impartía sus
bendiciones.
Cuando llegaba el momento de dar a su esposa medicinas o alimentos, se
notaba en su mirada su inmenso amor, su voz grave se tornaba suave y compasiva,
su modo de tocarla y de acariciar su rostro iluminaba la habitación que se
encontraba en penumbras.
Mientras, yo a la distancia veía como inclinaba su
cabeza, cerraba los ojos y oraba en silencio frente a ella, otras veces con sus
dedos hacía en su frente la señal de la cruz; pero siempre fuerte, erguido,
dispuesto a acatar la voluntad de Dios.
Pocos meses después, la salud de Martha se deterioró por completo, los
médicos desalentados esperaban un milagro.
El viernes por la noche en la soledad de mi recámara lloré y supliqué
a Dios su misericordia… en esos mismos instantes de oración mi cuñada expiró en
el hospital, su tiempo de purificación había terminado, volvió a ser feliz, ya
se encontraba al lado del Señor, gozando la eternidad.
Vivir esta dolorosa experiencia, ha sido invaluable para mí, porque
las lágrimas derramadas limpiaron mi alma y fortalecieron mi espíritu, pero
además fui testigo de la firmeza del amor entre un hombre y una mujer, cuando
Dios permanece en ellos.
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