martes, 11 de diciembre de 2012


¿Qué es la felicidad?

Creo que al igual que todos, esta es una pregunta que casi a diario me hago. No importa la época de la vida que se esté viviendo, siempre estamos a la expectativa deseando con toda el alma que el día y la noche, solo nos traigan momentos agradables.

Le tememos a la tristeza, a la decepción, a la frustración, a no recibir lo que deseamos y a no ser como quisiéramos o como quisieran los demás. Hoy en plena madurez, en la maravillosa etapa del adulto mayor, he llegado a la conclusión de que la felicidad se vive en cualquier edad; basta con admitir con agrado lo que nos depara la vida, con luchar con firmeza para modificar aquellas cosas factibles de cambio, pero sobre todo, cuando consentimos y superamos con dignidad las situaciones imposibles de evitar. 

¿Pero por que se originó en mí, tan inesperada reflexión? 

Pues verán, una de estas noches, cuando me disponía a rezar mis oraciones, me vi en la necesidad de cruzar mi antebrazo derecho muy cerca de mi cara, para alcanzar mi rosario. Fue en ese instante cuando mi mirada quedó fija en la piel de mi brazo. ¿Cuando sucedió?  ¿En qué momento mi epidermis inició su transformación? De inmediato me dirigí al espejo con aumento que tengo en mi tocador, mismo que uso para delinear mis cejas y mis labios.

¡Otra gran sorpresa! en mi rostro también se percibían diminutas alteraciones. Fijé bien la vista, pestañeé varias veces para mirar con claridad esas finísimas líneas de expresión, que la mayoría conocemos como “arruguitas”. Dada la fuerte impresión recibida, por unos instantes mi mente quedó en blanco. Pasado el susto me ubiqué en el tiempo. Las ideas empezaron a surgir. Como en una película visualicé mi vida. Recordé que hoy pertenecía al rango de los mayores, que era abuela de siete preciosos críos, que la ancianidad estaba cerca y si Dios lo permitía gozaría también de la senilidad. 

Lo primero que embargó a mi corazón fue la tristeza, la nostalgia por el pasado y la incertidumbre por el futuro. Seguramente porque en ese estado de angustia y ansiedad me encomendé a Dios, llegó a mí como una luz luminosa mi agradecimiento hacia Él  por el tiempo transcurrido. Fue en esa milésima de segundo, que intuí su infinita bondad al haberme permitido vivir todos estos años, de la mejor manera.  

Abrí de nuevo mis ojos y acepté con alegría, la imagen que el espejo hoy me obsequiaba. Sin enojos reconocí que lo esperado, iba llegando con delicadeza. La manera decorosa como sobrellevara el porvenir, dependería únicamente de mí. Observé mi cabello entrecano, la delgadez de mi figura y, ¡me gusté!.

Hice un recuento de mis momentos buenos y me fijé que los he disfrutado al máximo, que fui infeliz cuando me negué a aceptar la realidad, la contrariedad, la desilusión; experiencias todas indispensables para crecer como persona y para allanar el largo camino hacia la eternidad.

Antonieta B. de De Hoyos                    Nov. 21/12.

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