Un gobernante bueno, no es un buen
gobernante.
Por Antonieta B. de De
Hoyos.
3/10/18.
Todo aquel que por designio de Dios se
convierte en autoridad, en guía, en maestro, no puede darse el lujo de ser
bueno, debe haber en su actitud más que compasión, un sentido de justicia y de
equidad. Hoy, nuestra atención está centrada en las ya próximas elecciones para
Presidente de la República, razón por la que debemos estar alertas y no caer en
la desinformación al emitir nuestro voto, el próximo mes de julio.
Es indispensable
escudriñar la trayectoria de cada uno de los candidatos, tener la certeza de su
honestidad, preparación y experiencia, pero sobre todo leer entre líneas lo que
cada medio de comunicación nos ofrece ya que por lo regular, siempre va de
acuerdo con el candidato que goza ($) de su simpatía.
Como nada es
nuevo bajo el sol, y cada sexenio ésta crítica situación se repite, me
atreví a rememorar un artículo que escribí hace poco más de una década.
Inicialmente debemos saber qué bueno no es sinónimo de eficaz, sino
de bondadoso.
Nuestra historia narra las veces que de manera alterna, el poder legislativo ha
estado en manos de gobernantes mediocres y eficaces. Los primeros, por quedar
bien con todos, hicieron de la bondad y la tolerancia su prioridad. Los
segundos tomaron la sensatez y la equidad como pauta.
Un corazón
blando, es suficiente para ser un gobernante bueno, aunque la voluntad más
firme y la cabeza más clara no son cualidades suficientes para llegar a ser un
buen gobernante. El buen gobernante dice sí cuando es sí, y no cuando es no. De
preferencia, cuando de él depende la integridad de las familias y la armonía
social. El gobernante bueno hace de sus gobernados pequeños dioses, seres
caprichosos, déspotas, opresores, inconformes, que enajenan a la sociedad. El
buen gobernante no hace ídolos, ni desea convertirse en uno de ellos, porque el
Dios verdadero vive dentro de él.
El gobernante
bueno, limita la capacidad intelectual y laboral de sus representados, les
ofrece dádivas, pensiones, baratijas, a cambio de su apoyo incondicional. El
buen gobernante enseña a superar el hambre con dignidad, saber por experiencia
propia que crecer duele. El gobernante bueno, pudre la voluntad del pueblo
cuando le evita esfuerzos y responsabilidades.
El buen
gobernante, sabe que las crisis templan el carácter de sus ciudadanos, y los
alienta a aprovechar la oportunidad de resurgir de entre las cenizas como el
ave Fénix. El gobernante bueno, promete, apacigua, adormece, entretiene. El
buen gobernante, introduce a su gente en la cultura del trabajo, del esfuerzo,
la honradez y la sobriedad. Por eso el gobernante bueno, llega a viejo
decepcionado y arrepentido de ver, lo que ha hecho de su pueblo, seres
embravecidos, resentidos contra todo el que logre éxito honradamente. El buen
gobernante, al paso de los años crece en respeto, hasta es imitado y
comprendido por las generaciones venideras.
Lo cierto es que
nuestra vida futura depende, de la sensata elección que ahora hagamos.
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