jueves, 15 de octubre de 2015


Está escrito…

Hace dos semanas cuando el desánimo me invadió, decidí leer por tercera ocasión el libro “Del sufrimiento a la paz” escrito por el Padre Larrañaga y fue precisamente el martes antes de la inundación cuando lo terminé. Lo leí despacio reflexionando y subrayando con marca texto amarillo,  todas aquellas frases o párrafos que me gustaría volver a leer. El mensaje del Padre es excepcional porque abarca todos los aspectos físicos, mentales y espirituales que pueden llevarnos al sufrimiento excesivo, permanente o temporal.

Fueron varias las ocasiones que tuve que releer algunas frases y oraciones, para comprenderlas y captar a profundidad su sabiduría. En la página 238 casi para finalizar, hace alusión al abandono, acto en el que existe un no y un sí. No a lo que yo quería o hubiese querido y sí a lo que Tú, Dios mío quisiste, permitiste o dispusiste.  

Enfatiza que gran parte de las cosas a las que oponemos resistencia, no tienen solución o la solución no está en nosotros, la sabiduría consiste en preguntarnos: ¿puedo remediarlo? Si hay posibilidad debemos entrar de inmediato en acción, pero si nada  podemos hacer, entonces llegó la hora de abandonarse, de inclinar la cabeza, de colocar los imposibles en las manos de Dios y entregarse; el abandono es un homenaje de amor,  adoración pura, visión de fe”.

Esa noche, el agua comenzó a filtrarse dentro de la casa, colocamos los muebles que pudimos en el segundo nivel, mi esposo subió mi pequeño auto sobre unos ladríllones con la  esperanza de que el motor no se dañara, yo no cesaba de rezar, de suplicar a Dios la fuerza suficiente para superar la  tormenta, la experiencia la teníamos y muy  reciente. Hicimos todo lo que estaba a nuestro alcance, rendidos y entristecidos nos sentamos en las sillas de la cocina a ver con impotencia, como el nivel del agua subía y la lluvia no amainaba, en esos instantes me acordé del Padre Larrañaga, la solución ya no estaba en nosotros debíamos abandonarnos en las manos de Dios. Conteniendo el miedo y las lágrimas, narré a mi esposo el episodio del  abandono y juntos nos encomendamos a Él.

Aunque continuaba lloviendo había aminorado, lo que permitió que el agua fluyera y su nivel lentamente fuera bajando, era de madrugada y el patio permanecía inundado. No recuerdo cuantas veces recé mi rosario, pero en todas ellas pedía a Dios fuerza para sobrevivir a la tragedia, súplica que hice extensiva por todas aquellas personas que en esos momentos requerían de auxilio, por los ancianos, los enfermos, los que estaban solos, por los que circulaban en sus autos y también, por mi hija y mi nieto que se encontraban encerrados en su casa, contigua a la mía. 

Amaneció e iniciamos el balance y la limpieza. Este inesperado acontecimiento acarreó de nueva cuenta pérdidas materiales, pero también nos dejó una gran enseñanza, el cómo y el cuándo  profesar el abandono.

Por Antonieta B. de De Hoyos                                                octubre 17/15  

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