Amores
verdaderos.
Era sábado al oscurecer, había tenido
una semana difícil en cuanto a emociones. Asistir a dos funerales, acompañar a
despedir a seres queridos, siempre impacta en el ánimo de las personas, por más
fuerte que uno se haga.
Me recosté un poco antes de prepararme
para dormir. En esos instantes sonó el timbre del teléfono, reconocí la voz,
era la de una amiga muy querida por mí desde la adolescencia. Juntas vivimos la
alegría del nacimiento de nuestros hijos, los vimos crecer e independizarse,
recibimos nietos y superamos las vicisitudes del matrimonio y la vida
familiar.
Sus ocupaciones y las mías nos distanciaron,
pero dentro de nuestros corazones, seguía latente el gran amor fraterno que nos
profesamos. Desafortunadamente su esposo en los últimos años, por causa de una
enfermedad ha visto deteriorada su salud, y lo más triste del caso es que no existe
ninguna esperanza de recuperación.
Me dio mucho gusto escuchar su voz con
ese tono alegre y entusiasta que le caracteriza, después de los saludos
convencionales, ahondamos en la situación tan crítica por la que pasa. No sabía
cómo expresarle mi dolor, no encontraba por más que me esforzaba, las palabras
correctas que la alentaran a seguir adelante, era tal mi desconcierto que no atendía
lo que me decía. Fue en un instante en el que pude acallar mi conciencia y puse
atención a sus palabras, que me di
cuenta de mi pequeñez como ser humano.
Ella me hablaba de la presencia de
Dios en su vida, obviamente con mayor fuerza en estos difíciles años. Describía
la forma insistente como en su pesar, le había buscado y le había encontrado.
En ningún momento expresó angustia ni desesperación, por el contrario agradecía
a Dios la fortaleza infundada y le pedía, le suplicaba siguiera bendiciendo a
su esposo y a ella para que juntos pudieran llegar hasta el final. Nada la
detenía, porque se sabía amada por Dios.
Me contó que todo este tiempo ha
estado leyendo la Biblia, acuden siempre que pueden a misa, con el infinito deseo
de tomar la Eucaristía y encomendarse a Él. Le pregunté maravillada ¿cómo había
hecho para llegar a ese extremo de plenitud y aceptación? y me contestó. “Primero
le pedí a Dios me ayudara a olvidar todos los momentos amargos, las ofensas y
demás experiencias mundanas que enturbiaran mi paz interior, pues solo de esa
manera podría servir con amor a la persona, que desde hace treinta y siete años
le había jurado amor y fidelidad”.
Fue una charla saturada de
espiritualidad, en la que me narró con gran emoción unas cuantas de las muchas experiencias religiosas
en las que Dios le ha acompañado. Nos despedimos, no sin antes ponernos de
acuerdo para continuar nuestra conversación, necesitaba escucharla de nuevo.
Esa noche mi amiga me mostró lo que es
el verdadero amor de pareja y lo relevante de contar con la presencia divina,
en este arduo andar terreno.
Antonieta B. de De Hoyos Enero 30/13.
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