28 de agosto, día del anciano.
Fue en 1978, cuando la Asamblea
General de las Naciones Unidas designó esta fecha para celebrar a las personas
mayores de ochenta años, declarándolo Día Internacional del anciano. Pero no debemos confundirlo con la celebración
de los abuelos, ya que estos pueden ser jóvenes de cuarenta hasta adulto mayor,
en cambio los ancianos tienen un espacio más reducido, se inician a partir de
los ochenta y dependiendo de su estado de salud, pueden estar en la senectud o
en la decrepitud hasta pasados los cien años.
Gracias a los descubrimientos de la
ciencia, hoy existe una rama de la medicina dedicada a la conservación de la
salud integral de los ancianos, llamada gerontología. La buena alimentación y
los servicios de salud, han incrementado el número de personas que rebasan los
ochenta a plenitud, y que dedican su tiempo a leer, conversar, viajar y orar.
La mayoría de ellos han intuido que
llevando una vida de fe, - y si Dios así lo dispone - vivirán la época senil;
pero no la temen, están dispuestos a afrontarla apoyados en sus creencias
cristianas, practicadas desde niños. Lo que ninguno desea, es esa posibilidad
de ser sometidos al “encarnizamiento terapéutico” con el fin de prolongar una
vida que ya no da más de sí.
La vejez, es el punto ideal para
contemplar la vida pasada pero con benevolencia, oportunidad para hacer un
balance de acuerdo a las capacidades de cada quien, y a la fe que como creyente
se profese al Padre, confiados en su amor e inmensa misericordia.
La entereza es en la vejez la virtud
más apreciada, pues es en esos momentos de mortificación, cuando se multiplica
la paciencia. El sufrimiento es algo que va junto con la vida, quien no sabe lo
que es sufrir, no es persona completa.
Cuando la fe ha sido firme, a la
muerte se le ve venir sin miedo; si le tenemos pavor es por las imágenes
infernales que nos metieron en la cabeza cuando éramos niños. La muerte para el
anciano tiene un sentido amable, es como un cálido descanso.
Aquel que vivió una juventud
dificultosa y tal vez una infancia desgraciada, puede pensar que la ancianidad
es el fin de todo, pero quien sembró bien, tendrá buena cosecha. Es cierto que en esta última etapa
se piensa con más frecuencia en la muerte, pero con cordura, sin ansiedad, a la
luz de la fe que ilumina todo. Algunos investigadores dicen que el asistir a
misa, orar, estar en paz con la familia, ser casado o tener pareja, hace más
llevadero el camino.
Lo importante es que acompañemos a
nuestros ancianos en sus oraciones y les llevemos al templo. Un gran regalo
será para nosotros gozar de su sonrisa,
esa que brilla en su rostro por encima de su incapacidad o su pobreza.
Antonieta B. de De Hoyos agosto 15/12
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